Andrés Manuel López Obrador sigue acumulando contradicciones que lo hacen impredecible e indescifrable. Pronuncia discursos que contradicen sus propias palabras, hace aseveraciones que después cambia radicalmente y apoya lo que después condena o al revés. Sus afirmaciones suelen carecer de sustento y muchas veces son tan confusas que incluso entre sus seguidores está generando extrañeza y deslindes. Ya no es un presidente electo que está en el proceso de presentarse como el futuro gobernante de todos los mexicanos, sino un político mercurial sin un eje sólido, que cambia en función de factores desconocidos. ¿Estados de ánimo? ¿Mayor conocimiento de cómo están las finanzas públicas frente a sus promesas de campaña de repartir dinero? ¿Empieza a entender que el entorno externo sí impacta lo interno?
El domingo fue uno de esos días donde mostró no tener claras las cosas. En su gira de agradecimiento dijo en Tepic que le iban a entregar un país en bancarrota, cuando días antes había señalado que el país que recibiría se encontraba sin crisis, con estabilidad financiera y social. El alegato del país en bancarrota le sirvió para lavarse las manos sobre lo que podría venir en el primer año de su gobierno. Muchas promesas hizo a millones de mexicanos que esperan el primero de diciembre como la fecha mágica donde cambiarán sus vidas.
Ante la realidad que el tesoro que creía estaba en las arcas de la Secretaría de Hacienda no existe, porque nunca existió, responsabilizó al Banco de México de que si las cosas no alcanzan para lo que prometió, será culpa de su política financiera. A sus seguidores no les va a importar que la política financiera es responsabilidad del gobierno, de nadie más. ¿Pero qué pensarán en el Banco de México del presidente electo? ¿O su presidente, Alejandro Díaz de León, que platicó con él la semana pasada?
Quien debe estar un poco más tranquila es Rosario Robles, la secretaria de Desarrollo Agrario, Urbano y Territorial, la funcionaria del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto sobre la que más denuncias periodísticas sobre desvío de recursos han existido en el sexenio, porque López Obrador salió a defender su integridad. Lorenzo Meyer, el historiador que ha estado cerca de él por años –su hijo será quien releve a Robles en la Secretaría–, criticó duramente ese respaldo, y en el Senado y el Congreso decidieron mantener la línea que quiere investigarla. Sin soslayar el ángulo político, está lo legal. López Obrador no puede determinar la inocencia o culpabilidad de nadie, porque eso es tarea del ministerio público.
Han habido otras contradicciones en su discurso y posiciones que aquí fueron interpretadas como rectificaciones positivas frente a las realidades objetivas que enfrenta un gobierno. La reforma energética dejó de ser su monstruo de mil cabezas para enfocarse en la revisión de los contratos que determinen si fueron entregados mediante actos de corrupción, que es una ruta similar que ha señalado seguirá en el caso del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. La reforma educativa ya no es totalmente tóxica, sino como dice su próximo secretario de Educación, Esteban Moctezuma, hay elementos que se pueden mantener porque son positivos. Las Fuerzas Armadas ya no se irán a sus cuarteles, como tantas veces prometió, sino que se quedarán a apoyar las tareas de seguridad pública durante todo el sexenio –aunque en contraposición, en el Congreso la bancada de Morena está frenando la aprobación de la Ley de Seguridad Interior–. Su política económica no forzará las finanzas públicas ni pondrá en riesgo la estabilidad macroeconómica, sino que tendrá disciplina fiscal y déficit cero, como lo han hecho los gobiernos neoliberales que tanto ha criticado a lo largo de los años.
Todas estas rectificaciones se entendían como parte del proceso de mayor conocimiento del estado de la administración pública y del entendimiento de cuáles son sus posibilidades reales para poder gobernar. López Obrador no come lumbre, y admitir que mucho de lo que se imaginaba era falso, no le quieta mérito, sino lo fortalece. Sin embargo, sus declaraciones del fin de semana no dejan de ser preocupantes. ¿Cómo toma las decisiones? Es una incógnita. La consulta ciudadana sobre el nuevo aeropuerto y la decisión unilateral, inapelable de la construcción del Tren Maya, es un ejemplo de su doble estándar.
La toma de decisiones es un proceso que no debe ser unipersonal. La mejor decisión es la que se toma a partir del análisis técnico de la información y la discusión argumentada y racional, que reduce los márgenes de error y cohesiona a los equipos en torno de la decisión. No es el caso de López Obrador, cuyas posiciones cambiantes están generando confusión. No hay peor escenario en un líder que la incertidumbre, ni mejor que el saber qué quiere y para dónde va. Lo último mostrado por el presidente electo refleja que no se sabe para dónde va. Lo que una semana parece blanco, la siguiente es negro. Un día hay luz; el otro oscuridad. Así no se gobierna.
Las decisiones presidenciales determinan el destino de una nación, para bien o para mal. El método empleado será la diferencia entre el bienestar nacional o que se paguen las consecuencias de una mala decisión. No son pocos los que empiezan a compararlo con el presidente Donald Trump, aunque se parece más a George W. Bush, conocido por su forma mesiánica e intuitiva de tomar decisiones. López Obrador aún no gobierna. Tiene tiempo para que encuentre la claridad que requerirá al sentarse en la silla presidencial.