Cuando un político en su afán de modernización olvida dónde está ubicado, qué suelo pisa, no debe de olvidar que la costumbre pesa y explica. Los códigos que nacen de las tradiciones no es posible ignorarlos por la simple razón de que los ciudadanos suelen apelar a esos códigos.
Sólo pongo un ejemplo, controversial si se quiere, pero que forma parte de nuestra tradición política. En toda nuestra historia política somos dados a requerir a los caudillos, a los hombres fuertes, a presidentes concentradores del poder.
Con la experiencia de la concentración del poder por el Presidente Díaz, la Revolución, si se quiere la Tercera Transformación, en lugar de combatir esta concentración del poder, la formaliza en la Constitución de 1917. Hasta la fecha nuestra cultura política gira en torno al Presidente de la República, en el gobernador y en el presidente municipal.
Si algún titular del Poder Ejecutivo llega con espíritu democrático y desea limitar la concentración del poder, pronto desiste y se deja arropar por la tradición y la costumbre. En este caso el Presidente López Obrador no es extraño a este fenómeno.
Desde luego, millones de mexicanos demócratas quieren acabar con esta costumbre y tradición, pero si observamos con atención, ninguno de nuestros actuales partidos tiene, en su programa, la vuelta a la sociedad de sociedades de la que nos habló Proudhon, es decir, el federalismo, ni tampoco algún personaje que se pronuncie respecto a esta idea, todos quieren llegar a la Presidencia de la República para gozar de esta miel del poder político.
Es tan fuerte la tradición y la costumbre en todos los aspectos que las perspectivas morales se hayan en relación con la cultura de cada grupo. En este contexto, todo político deberá ser respetuoso y tratar de comprender esas tradiciones y costumbres, tener una mentalidad abierta y ser muy sensible a esas costumbres y prácticas societales.
Esta moralidad que nace de las tradiciones y costumbres es combatida, muy a menudo, por los modernizadores, sin entender que ellos mismos son producto de una moralidad de grupo. La realidad, es que debemos de aprender a convivir dentro de diversas perspectivas morales.
La lucha de moralidades, a veces se expresa en forma de racismo, de discriminación, de insulto, de exclusión, que el político democrático debe procurar no caer.
Desde luego, no se puede olvidar que el político comprende la realidad desde su marco conceptual, determinado a su vez por una compleja combinación de factores que incluyen nuestra cultura y nuestra historia. Por eso el político requiere, más que otros, una sólida formación para hacer de él un ser universal alimentado por una diversidad de realidades locales y grupales.
Este ejercicio entre la universalidad y las particularidades, hacen del buen político un ser que traspasa del político cimarrón al político estadista. Por eso, se debe hacer un esfuerzo de lograr la expresión del conjunto para comprender la realidad, para compensar nuestras diversas creencias y alcanzar una representación del mundo mucho más completo.
Estas ideas, desde luego, nos pueden conducir a una relatividad absoluta que nos puede negar toda posibilidad de explicación de las acciones de los políticos, en este caso, el mundo, la universalidad, podría carecer de valores. Por esta razón, los políticos no deben alejarse, a mi parecer, de una idea universal de la democracia y reconocer, en su caso, las particularidades.
En verdad, nuestros políticos en su gran mayoría, caen en la universalidad o en la particularidad, pocos saben combinar ambas expresiones, pero por lo regular, algunos son cimarrones, es decir, silvestres.