Es diciembre, el año no importa.
Otra vez, echado en la cama que compró en abonos, Ramiro la espera tarareando una canción de Álvaro Carrillo que le parece la canción más triste del mundo.
Una canción triste siempre es un venero para un hombre triste. Los hombres tristes siempre tienen sed, no saben de qué, pero su sed es inmensa.
Ramiro era un campesino ilustrado. Casi terminaba la universidad como ingeniero, pero faltando un año para terminar murió su madre, y tuvo que regresar al pueblo para ayudar a su padre con las labores del campo. Regresó al arado y al pizcador, a la hoz y a la guadaña, a los pleitos del pueblo por el cerro.
Era un campesino muy raro: hablaba poco, no le gustaba ni la cerveza ni el mezcal, no le gustaba jugar básquetbol ni pelota mixteca. Sus placeres favoritos eran escuchar la radio en un pequeño aparato japonés de onda corta donde se enteraba de lo que pasaba en el mundo; leer en el monte y dormir abrazado al vientre de ella. Encontraba en ella gran parecido con la modelo que pintó Diego Rivera en Chapingo. Durmiendo abrazado a su vientre soñaba que dormía con la tierra fecunda.
Siempre la esperaba echado en la cama. Esperarla en la mesa era en verdad duro; las sillas plegables después de dos horas lastiman las nalgas y sus respaldos no son cómodos.
Ella trabajaba en la ciudad, a una hora del pueblo. Su trabajo en la tienda de telas terminaba a las nueve de la noche, pero durante el último año ella regresaba de madrugada; el pretexto era lo de menos: no pasaba el carro, le había tocado hacer inventario, se había dormido y se pasó del pueblo. Ella siempre tenía un pretexto para llegar mucho después de la hora… mientras Ramiro esperaba escuchando la radio.
Una tarde de infancia, en febrero, Ramiro había entendido de golpe lo que era un suicidio: Mauro, un compañero de su salón, se había colgado de un guajal, poniéndose una cuerda en el cuello. Los niños de la cuadra acudieron al lugar y quedaron pasmados. Encontraron al Mauro sin camisa, columpiando del pescuezo, ya morado. Mauro se columpiaba espantosamente arriba de las vacas.
Las vacas son taciturnas, no se ponen alegres ni después de comer, pero ese día, estaban calladas y entumidas.
Al otro día enterraron a Mauro vestido de angelito. La noche del entierro de Mauro la muerte llegó a ventear el petate de Ramiro, lo venteó, lo venteó, y luego se le encimó. Ramiro sintió su vaho frío y oloroso y así durmió, pujando y temblando con la muerte encima.
Desde ese día la palabra suicidio estuvo presente en su cabeza y se fue volviendo compañera de sus tristezas, de sus soledades, de su desesperanza.
Ramiro recorre con la vista el librero, se levanta de la cama y toma “La insoportable levedad del ser” de Kundera, para volver a echarse, ahora montado sobre las almohadas. Abre el libro al azar y se topa con una frase: “El amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien (este deseo se produce en relación con una cantidad innumerable de mujeres), sino en el deseo de dormir junto a alguien (este deseo se produce en relación con una única mujer)”.
Ramiro lee la frase una y otra vez, la lee pausadamente y en voz alta. Ramiro piensa en el suicidio, el suicidio para interrumpir la agonía, la espera. Las esperas permanentes son una forma de agonía; esperar mientras el deseo te ladra, te monta y te muerde es una forma de agonizar. Esperando, deseando, esperar amando, y no tener certezas, es agonía.
Ramiro se había preguntado en muchas ocasiones: “¿para qué la espero? ¿Qué estoy esperando?” Nunca encontraba respuestas y los silencios siempre tenían el mismo sabor.
Esperarla tenía un sabor a gasolina.
De niño, Ramiro había trabajado en un expendio de gasolina, no era una gasolinera, era un expendio rural, y al terminar el día siempre tenía en la boca ese sabor que terminó odiando y que ahora con las esperas retornaba.
Ahora Kundera y esa frase.
Esa maldita frase ahí, en la “boca del estómago”. Una frase como un deslumbrante escopetazo.
Una frase como una revelación.
Ramiro se levanta de la cama. Ramiro se pone sus tenis.
¿Para qué se pone los tenis?
Ramiro se dirige hacia el patio, se acerca a los tanques de gas, busca la válvula del tanque en uso.
Es un día sábado, son las 3 de la mañana, es el mes de diciembre, el año no importa.
Flavio Sosa V.