Licurgo, legislador espartano que vivió ocho siglos antes de Cristo, al pensar cuál podría ser el mejor gobierno para Esparta, estableció una lógica muy simple, pero para los legisladores y gobernantes modernos no les pasa por la cabeza: el gobierno de un país o de una nación debe corresponder a su naturaleza.
Esta regla tan simple le dio a Esparta una estabilidad y florecimiento de más de seiscientos años, gracias a Licurgo.
Si se pensara como Licurgo, en relación a nuestro país y nación, se debe llegar a la misma conclusión: nuestro gobierno debe ser de acuerdo a la naturaleza de nuestro país y nación.
Si nos preguntáramos sobre la naturaleza de México, la respuesta inmediata es que México se compone de muchos méxicos. Que somos un crisol de culturas, que somos un país muy diverso, de muchos pueblos, de muchas lenguas, tradiciones, costumbres, historias.
En una simple división geográfica, existen tres méxicos: el norteño, el centro y el sureño. Entonces, uno se debe preguntar el porqué de la insistencia de tener un solo modelo de gobierno.
La lógica indica que debemos constituirnos en una diversidad de formas de gobiernos en el territorio nacional, pero como no somos tan lógicos, que le llevamos contras a la realidad, insistimos en un modelo homogéneo para todo el país.
El modelo acordado es la existencia de un Poder Ejecutivo fuerte, que algunos llaman imperial, otros dictadura perfecta, que se sitúa muy por encima de las clases sociales y demás grupos de la sociedad, que Marx llamó bonapartismo.
Este bonapartismo mexicano, que lo hemos venido perfeccionando desde Porfirio Díaz, que la Revolución y la Constitución de 1917 le dio legitimidad y legalidad, que ha habido intentos de limitarlo desde 1977 con la reforma electoral de José López Portillo, que permitió la alternancia pero no el inicio de extinción de este bonapartismo.
El bonapartista que se sitúa por encima de las clases, de los poderes fácticos, se corrompió con los gobiernos de Fox, de Calderón y de Peña al entregarse a los brazos de los capitalistas nacionales y extranjeros.
Este período se acabó con Andrés Manuel López Obrador, estamos en presencia de un auténtico bonapartista, de nuevo, el Presidente se sitúa por encima de las clases sociales, pero con una diferencia, no apela a la Revolución, sino al pueblo.
Su legitimidad nace del pueblo. Aún más, requiere de la concentración de más poder hacia su persona. Su poder irradia hasta el último rincón del territorio nacional haciendo nugatorio cualquier intento de un gobierno distinto.
¿Pluralidad? ¿Diversidad? Ni soñarlo.
Así, el bonapartismo existente es la negación de nuestra naturaleza diversa, en su propuesta de reforma electoral se atreve lesionar la autonomía de los Estados, de la libertad de los municipios, de la autonomía de las legislaturas.
Es una propuesta que está a espaldas de nuestra diversidad. Su olvido de los pueblos y comunidades originarias no tiene nombre.
Por congruencia con nuestra pluralidad, diversidad, su propuesta debe ir al cesto de la basura de la historia.