José Murat
Las elecciones del 4 de junio en cuatro estados, con victorias para las principales agrupaciones políticas, cada cual con su peso específico, pero triunfos significativos en todos los casos, dejan una lectura predominante: hay una nueva correlación de fuerzas de cara a las elecciones presidenciales de 2018.
Mientras el PRI ganó las elecciones del estado de México, con el padrón electoral más grande y el de mayor producto interno bruto después de la Ciudad de México, así como la gubernatura de Coahuila; el PAN en alianza con el PRD nuevamente encabezará el gobierno de Nayarit y ganó la mayoría de municipios de Veracruz.
Morena, con apenas tres años de registro legal, fue la segunda fuerza política en el estado de México y ganó, entre otros, cuatro de los 11 municipios más importantes de Veracruz, por su población, significado político y actividad económica: Xalapa (capital del estado), Poza Rica, Coatzacoalcos y Minatitlán. En términos absolutos y globales, tuvo cifras elevadas durante la jornada dominical en las cuatro entidades, sólo después del PRI.
Otros partidos, como el Verde, Nueva Alianza y Encuentro Social, encabezarán gobiernos municipales de Veracruz y fueron importantes en la definición de victorias en alianzas electorales por las gubernaturas del estado de México y Coahuila.
Hay un reacomodo de fuerzas políticas y los escenarios hoy son otros hacia las elecciones federales de 2018, con un PRI reposicionado y con perspectivas de triunfo para amplios sectores de opinión, un PAN que suma otra gubernatura para llegar a 12, Morena que crece y consolida su presencia en todas las entidades en disputa electoral, y un PRD con una votación superior al millón de votos en suelo mexiquense y que fue determinante en las victorias en alianza electoral de Nayarit y Veracruz.
Si bien es cierto que formalmente hasta octubre próximo comienza el proceso electoral federal, la lucha por la Presidencia de la República y la nueva composición de las cámaras legislativas ha iniciado, por lo que aun cuando las candidaturas se definan hasta el próximo año, es necesario que los partidos políticos definan ya, además de su oferta política, el método o, en su caso, los métodos para elegir a sus candidatos a los distintos cargos en contienda.
Por una parte, la plataforma ideológica y la propuesta específica de país que plantean a los ciudadanos, el futuro que vislumbran y buscan construir, materia que continuaremos analizando en posteriores colaboraciones; por la otra, el concepto de democracia interna para que lleguen lo mejor equipados y legitimados a la cita con las urnas.
Ambos desafíos, programa y método, preceden en importancia a la mediáticamente siempre llamativa nomenclatura de los candidatos, los nombres y apellidos de quienes finalmente resulten nominados por los partidos o de manera independiente, pues representan hacia afuera el para qué del ejercicio del poder y, en el interior, el cómo procesar sus decisiones sobre sus abanderados.
Corresponde a cada partido la decisión de qué método o métodos de elección de candidatos adoptar en cada proceso, decisión que después las dirigencias nacionales tienen que acatar ante sus cuadros, que aspiran a un cargo, ya que la aplicación caso por caso es susceptible de impugnación ante la autoridad electoral.
El mayor desafío lo tiene el partido gobernante, por el hecho de estar en el poder y por la necesidad de conservarlo con el fin de profundizar el programa de modernización que impulsa en las instituciones nacionales, en un entorno de adversidad internacional.
Un entorno diagnosticado por el Banco Mundial desde 2016 como una desaceleración profunda en los principales mercados emergentes, cambios pronunciados en la actitud de los mercados financieros, estancamiento en las economías avanzadas, un periodo de precios bajos de los productos básicos más prolongado de lo previsto, riesgos geopolíticos en diversas partes del planeta y preocupación respecto de la eficacia de la política monetaria para impulsar un crecimiento más sólido. A ese difícil contexto hay que sumarle, a partir del 20 de enero de 2017, el inicio del gobierno estadunidense más hóstil hacia México en un siglo: la derecha trumpista.
Factores internos y del exterior se han conjugado para que el partido gobernante, a menos de 13 meses de la elección y ahora con un liderazgo nacional crítico y demandante, comprometido con el combate a la corrupción, tenga un reto formidable: enfrentar esa dinámica adversa y mantener la conducción del Estado nacional con decisiones de vanguardia, como profundizar su democracia interna, en la misma línea del espíritu renovador que hoy tiene su dirigencia.
Hablo del partido que, con distintas denominaciones, desde 1929 encabezó la modernización del país y dio a México siete décadas de estabilidad política, un mérito no menor reconocido en su momento por pensadores como Octavio Paz y Carlos Fuentes, tratándose de un subcontinente latinoamericano que durante ese largo periodo osciló entre la anarquía y la dictadura.
El partido que desde el gobierno impulsó la educación pública hasta un promedio nacional de escolaridad cercano al primero de bachillerato, que llevó servicios de salud y seguridad social a millones de hogares para alcanzar una esperanza nacional de vida de 75 años cuando era de 34 en la década de los 30, y el que hizo posible el acceso de nueve de cada 10 mexicanos a los servicios básicos de agua potable, electrificación en sus casas y sistemas de drenaje, hoy una realidad en los núcleos urbanos y en la mayoría de las poblaciones rurales del país.
Ese partido es el que hoy tiene que reformarse, redefinir su plataforma ideológica y revisar a profundidad, en un debate que debe comenzar ya para procesarse en la Asamblea Nacional de agosto próximo, las fórmulas y métodos de elección de sus candidatos a los cargos de elección popular.
No hay mejor instrumento para revitalizar y oxigenar la vida interna del PRI y, en consecuencia, tener puentes con la población abierta, que la democracia interna: darle todo el poder al militante de las colonias, los barrios, las comunidades rurales y los sectores medios urbanos. Militantes que en esquemas del pasado han sido en ocasiones legitimadores de decisiones ajenas, tomadas en círculos burocráticos y cupulares alejados de la realidad de los distritos.
Por eso para empezar y, digámoslo con todas sus letras, consulta directa a la base militante para la designación de candidatos a las diputaciones federales, tanto por el principio de mayoría relativa como por el criterio de representación proporcional; abrir también el debate, sin cortapisas, sobre el método de elección del candidato presidencial, aptitudes más que restricciones, y todo lo relativo a la oferta ideológica para la nación y las reglas estatutarias para su vida interna.
Sólo un rencuentro con la militancia horizontal, adelantándose a los demás partidos en sus respectivas decisiones internas, además de continuar desde la dirigencia nacional impulsando una nueva ética en el servicio público, le dará al PRI la credibilidad y la legitimidad para llegar, como ahora se vislumbra, fuerte y competitivo a la cita electoral de 2018 y, de esa manera, continuar el proceso inconcluso de modernización y reforma estructural comenzado en 2012.
Subir al inicio del texto