En décadas recientes diversas investigaciones periodísticas y científicas han concluido en que los países que transitan de un régimen dictatorial a uno democrático padecen oleadas de violencia política y criminal. Por ejemplo, en Sudamérica, Brasil sufrió un estallido de violencia tras la democratización en 1985, utilizando a las pandillas de narcotraficantes de las favelas para incidir en los resultados electorales. En Centroamérica, en 1990 tras el establecimiento de elecciones multipartidistas en 1980, Guatemala y El Salvador sufrieron un aumento en la narcoviolencia. En México, el aumento de los niveles de violencia y crueldad es un caso especial.
Porque si bien no existía una figura autoritaria, si un régimen autoritario, definido como la dictadura perfecta por el Premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa, haciendo referencia al sistema que permitió las siete décadas de un gobierno único, el Partido Revolucionario Institucional (PRI). De acuerdo con la investigación de Guillermo Trejo y Sandra Ley, “Federalism, drugs, and violence Why intergovernmental partisan conflict stimulated inter-cartel violence in Mexico”, en esta época varios cárteles de drogas coexistieron en paz relativa y llevaron a cabo sus actividades criminales con conflictos mínimos, poco o nada significativos, pero sin confrontación seria con el Estado Mexicano.
Sin embargo, durante los años 90 México transitó a un régimen de competencia multipartidista, donde los partidos de oposición obtuvieron victorias importantes a nivel municipal, pero también iniciaron las disputas por las lucrativas rutas de trasiego de droga. Baja California es el claro ejemplo, en la elección histórica de 1989, el PRI perdió el control de un estado por primera vez en el siglo XX, situación que desencadenaría un conflicto con tinte bélico entre cárteles, principalmente en la ciudad de Tijuana. Años más tarde, mientras crecía el número de municipios y estados donde candidatos de izquierda y de derecha empezaban a derrocar al PRI, también incrementaban los conflictos entre cárteles, principalmente en el centro y norte del país.
A finales de los años noventa el saldo de muertes por estos conflictos alcanzó un pinco anual de 350, para el año 2005 la cifra superó los mil homicidios. No obstante, la época más crítica en materia criminal y de violencia ha sido entre el año 2006 y 2012, cuando se declaró la guerra a los cárteles.
Como resultado se tiene registro de poco más de 70,000 personas que fueron asesinadas, de manera directa e indirecta, por los conflictos entre cárteles, y entre cárteles y el Estado. Número de muertes cuatro veces más alto que la mediana de todas las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XX.
Durante esta guerra, los cárteles y el inframundo criminal mexicano sufrieron transformaciones como consecuencia de la detención o muerte de los principales lideres del narcotráfico. Se incrementaron los grupos del crimen organizado, así como las pandillas callejeras que sirven como brazo armado y, en consecuencia, se incrementó la violencia ante la pelea por las plazas y vías de comunicación.
Además, ante la disminución de su capital financiero, las organizaciones criminales expandieron su rango de actividades ilícitas, incluyendo la extracción ilegal de riqueza humana (extorsión y secuestro) y de riqueza de recursos naturales (saqueo ilícito de minas, bosques y refinerías). De la misma manera, en este nuevo mercado criminal la competencia y rentabilidad, influyó en los altos niveles de violencia, ampliando el perfil de las víctimas, incluyendo a la población civil ajena a estos conflictos.
En el nuevo catálogo de ingresos del crimen organizado también se agregó al presupuesto público, principalmente a nivel municipal, dando inicio a una violencia electoral y política. Por lo que las organizaciones criminales, con el objetivo de influir en los resultados de las elecciones subnacionales y tomar el control de facto de la parte más débil del Estado Mexicano, los municipios, su población y su territorio, empezaron a asesinar sistemáticamente a presidentes municipales y candidatos electorales.
Situación que generó un subsistema alterno a los gobiernos locales, en el cual las autoridades, al no contar con la preparación táctica ni la infraestructura para enfrentar a grupos delictivos que se caracterizan por su alto poder económico y de fuego, se encontraron entre el dilema de cooperar o padecer las consecuencias ante el abandono de autoridades estatales y federales. Dando como resultado la denominada zona gris de la criminalidad, hábitat del crimen organizado, en el cual opera gracias a las redes informales de protección gubernamental.
Y aunque este sistema de protección era utilizado durante el régimen totalitario del PRI, lo cierto es que con la fragmentación política y del crimen, comenzó un descontrol en el cual todo aquel con capital y acceso a poder fuego tenía posibilidades de pelearle la plaza a cualquiera. Se eliminaba a un capo de una organización, pero aparecían un número indiscrimado de células criminales afines pero que, a la postre, iniciaban guerras entre sí por el control político y financiero de su región.
Diversos especialistas en el tema concuerdan que los grupos del crimen organizado pueden existir y prosperar cuando desarrollan acuerdos informales de colusión con agentes gubernamentales. Por ello, cuando existe una transición de un escenario autoritario a uno democrático, son necesarias reformas al sector de la seguridad pública para democratizar las fuerzas del orden y para romper con los vínculos entre agentes estatales de seguridad con los grupos del crimen organizado. Como, por ejemplo, mecanismos internos y externos de rendición de cuentas en las instituciones del orden, así como la remoción del personal de alto y medio rango en el sistema de seguridad pública.
Si el régimen democrático instalado no instrumenta ninguna reforma importante que restrinja las prácticas que rompan con los ciclos de impunidad utilizados por las instituciones judiciales y los agentes de seguridad durante el régimen autoritario, las estructuras de protección continuaran activas. Lo que puede generar dos escenarios igual de catastróficos.
Por un lado, que, a pesar del nuevo modelo de gobierno, se le continuidad en la protección a los grupos del crimen organizado. Por otro lado, que los nuevos altos mandos del orden público del régimen democrático generen redes de protección con nuevos grupos del crimen organizado, desplazando a las estructuras anteriores, lo que indudablemente generará oleadas de violencia.
Y si bien es cierto que, de acuerdo con el INEGI, a nivel nacional durante el 2022 se cometieron un total 32 mil 223 asesinatos, lo que representa un 9.7% menos en comparación con el 2021, existen regiones con un aumento inusual de su incidencia delictiva. El estado de Oaxaca, por ejemplo, en lo que va del 2023 en el semáforo delictivo nacional en comparación con el año 2022, se registra un aumento del 14% en el número de homicidios; en materia de narcomenudeo un 93% y; un lamentable incremento del 28% en el número de feminicidios.
En este último aspecto, las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública al 15 de agosto, ubica al estado en el tercer lugar nacional con un total de 30 feminicidios.
Teniendo a Juchitán de Zaragoza, Oaxaca de Juárez, Huajuapan de León, Matías Romero, Salina Cruz, Santa Cruz Xoxocotlán, Santo Domingo Tehuantepec y San Pedro Pochutla, como los municipios con mayores problemas en estos aspectos.
Más allá de las cifras, se encuentra la percepción ciudadana, dándose cuenta de que Oaxaca pasó de tener casos inusuales o aislados en materia de delincuencia a tener eventos cotidianos. Síntoma de que la entidad Oaxaqueña atraviesa una crisis criminal en su proceso de cambio de régimen, que inició poco más de un año antes de la inminente llegada de un nuevo partido político al gobierno estatal.
El informe Violencia Política en México, proceso electoral 2022, realizado por la consultora Etellekt, indica que al cierre del 2022 el estado de Oaxaca fue considerado el epicentro de la violencia contra autoridades municipales en funciones, retirados o electos, con 12 homicidios ocurridos en ese año. Además, de septiembre del 2021 a mayo del 2022, se ubicó dentro de las 10 entidades que registraron el mayor número de agresiones contra políticos que pertenecían a partidos políticos opositores y afines a los gobernadores en turno, con un total de 43, de las cuales 38 fueron en contra de políticos opositores.
Fuente: Etellekt Consultores
La escalada de violencia en Oaxaca en lo que va del 2023 es innegable y va en aumento; los únicos que no ven este problema son los encargados de proporcionar seguridad pública a los oaxaqueños. Cierto es que existen andamiajes institucionales que dañaron al sistema seguridad pública, y que proporcionaron las condiciones necesarias para la aparición de grupos del crimen organizado. Pero, desafortunadamente, actualmente no se cuenta con un esquema confiable de estrategias para contener y erradicar esta dinámica delincuencial.
Coyuntura que es preocupante al tener cerca el segundo proceso electoral más importante en la historia de México y, tomando en cuenta la evidencia empírica, es altamente probable un aumento en la tendencia delincuencial en el estado de Oaxaca. Dando como resultado escenarios cada vez más catastróficos ante el acomodo de las estructuras del crimen.
De esta manera, el escenario oaxaqueño es un reflejo de la situación nacional; porque si bien se tienen programas con un efecto a largo plazo, como las becas del Bienestar, que tienen el objetivo de disminuir la deserción escolar y alejar a los niños y jóvenes de las redes criminales, no existe una política pública eficaz en la contención en el corto plazo.
Situación que, de no ser atendida con la seriedad que se merece, permitiría que la violencia criminal y política, dañe la joven democracia en Oaxaca y en México, convirtiéndose en un factor que influiría en mayor medida en el sistema competencia electoral, dañando la equidad y certeza de los próximos y los futuros comicios, la confiabilidad de las autoridades electas y la gobernabilidad democrática. Sin dejar de lado lo más importante, la paz social.