La Jornada/ Jose Murat
Iniciado el proceso electoral 2017-2018 para renovar los poderes federales, Presidencia de la República, Senado y Cámara de Diputados, y consumadas o en vías de formalizarse las precandidaturas a los distintos cargos de elección popular, viene lo más importante para los mexicanos: las propuestas legislativas y de gobierno de las distintas fuerzas políticas y de quienes se postularán de manera independiente, su oferta en materia de seguridad pública, justicia distributiva, combate a la corrupción, transparencia y rendición de cuentas, entre otras.
Se han ido decantando las fuerzas principales, cada cual con su amalgama de partidos y de apoyos ciudadanos, los referentes en torno a los cuales gravitará la atención de la opinión pública los próximos meses, y alrededor de los cuales finalmente se concentrarán los apoyos y los votos: el PRI con su bloque de centro progresismo, el PAN-PRD-MC formado ya y en busca de su consolidación, y Morena con su aliado o sus aliados, de la misma orientación ideológica.
La pregunta de los quiénes se ha ido despejando, ahora viene la pregunta y sobre todo la respuesta, o más propiamente las respuestas, de los qué y de los cómo. Al abanico de los nombres, al Ejecutivo y más tarde al Legislativo, sobrevendrán gradualmente y se superpondrán, las ofertas de presente y de futuro para la valoración del real soberano, el ciudadano, el fiel de la balanza de cualquier contienda electoral.
Por responsabilidad pública, cualquier propuesta debe partir del necesario fortalecimiento de las instituciones nacionales, el propio sistema de partidos y la ingeniería constitucional del país, para afianzar la gobernabilidad democrática, la convivencia pacífica y civilizada de la diversidad nacional, la paz pública y el estado de derecho, un país de leyes.
Cualquier planteamiento de profundización de las políticas de apertura al mundo o de cambio respecto de las coordenadas que han orientado el rumbo reciente de México, tiene que partir del reconocimiento de que sólo afirmando la convivencia democrática y perfeccionando el andamiaje institucional se podrá garantizar la gobernabilidad y el pacto en lo fundamental.
En ese propósito capital, una agenda de Estado transexenal y de cara al futuro con estabilidad, caben muchos matices, y la fuerza política que mejor responda al momento que vive México, una globalización amenazada por los intereses neofascistas de la derecha estadunidense, será la que finalmente aglutine los mayores consensos más allá de las militancias y membresías de cada bloque en contienda.
Otro importante factor a considerar es que México está inmerso en un inédito proceso de modernización en distintas áreas de la política pública, como la económica, la laboral, la de competitividad, la financiera, la de apertura energética, la del sistema de procuración y administración de justicia, la del juicio de garantías constitucionales, la de transparencia y rendición de cuentas, entre otros.
Es un proceso construido con la participación central de un gobierno con visión modernizadora, pero también con la contribución sustancial de las principales fuerzas políticas, fuerzas de distinto signo ideológico y con plataformas programáticas dispares, animadas por el objetivo común de restaurar la supremacía del Estado en áreas antes disputadas con agentes privados y monopólicos, y para dar mayor competitividad a la planta productiva nacional y, de esa manera, elevar el ingreso real de los mexicanos, así sea a mediano plazo.
Ese proceso no puede ponerse en riesgo, sino al contrario, profundizarse y avanzar hacia las asignaturas que han quedado pendientes, si queremos que el Estado nacional fortalezca su capacidad rectora para conducir el desarrollo, facilitar la competencia de los actores nacionales ante el exterior, y para atemperar las asimetrías regionales y las desigualdades sociales.
Quien mejor entienda la necesidad de fortalecer al país en un mundo cada vez más competitivo, más demandante de productos y servicios de calidad, con más componentes de tecnología e innovación que le den valor agregado a la cadena productiva, es el que captará la atención y el apoyo de los ciudadanos, sobre todo de las nuevas generaciones en busca de un empleo formal y estable.
Quien mejor entienda la nueva etapa de desarrollo que caracteriza al siglo XXI, la etapa no de la sociedad capitalista, no de la sociedad posindustrial, y mucho menos de la economía dirigida, sino la sociedad del conocimiento, es el que mejores puentes de comunicación tenderá con los jóvenes de la generación millennial, que viven en la era digital, la de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
También el partido o alianza de partidos, y su candidato, que mejor entienda que México ha experimentado la mayor oleada de reformas estructurales en toda la historia nacional, pero que ese proceso no ha culminado sino tiene mucho trecho por recorrer, es el que entrará en sintonía con el México que mira al futuro, no con el que guarda nostalgia por el pasado.
El partido o alianza de partidos, y su abanderado, que asuman que entre las reformas que faltan figuran la reforma del Estado, pues pese a los avances en la materia no tenemos aún una ingeniería constitucional que haga funcional, y con estabilidad institucional por encima del libre juego partidista, el sistema de división de poderes y el procesamiento de las respuestas institucionales a las crecientes demandas ciudadanas.
La reforma del campo, para dar competitividad a un agro desfallecido y en ostensible desventaja frente a la competencia del exterior, incluidos nuestros socios comerciales en el TLC, en donde persisten subsidios disfrazados a sus productores locales, que hacen del libre mercado una ficción, una competencia desleal ante nuestros agricultores.
La reforma indígena, que debe culminar el proceso de reconocimiento de derechos y ciudadanía plena para los dueños originales del continente, y también debe establecer programas específicos de desarrollo para que los pueblos indígenas dejen de ser los más pobres entre los pobres.
La reforma de desarrollo regional, para atenuar los desequilibrios y las asimetrías entre el norte y el centro por un lado, y el sur-sureste por el otro, y cuyo primer capítulo fue la creación de las zonas económicas especiales en las áreas regionales más rezagadas del país, específicamente en el sur-sureste de México.
La reforma minera, que debe dotar de los instrumentos jurídicos para racionalizar y detonar el enorme potencial de yacimientos en el país, con casi la mitad del territorio nacional con un mineral u otro susceptible de explotación, y adecuar el régimen fiscal para que los derechos se cubran íntegramente en México y no en otros países al amparo de resquicios legales.
La reforma del cambio climático y desarrollo sustentable, para poner a tono la legislación nacional con los criterios, protocolos y mandatos internacionales en materia de protección compartida de la casa común de todos los seres humanos, el planeta tierra.
En suma, el país demanda proyectos con visión de futuro, que culminen el proceso inconcluso de modernización, y que den respuestas a sus asignaturas pendientes. La calidad de la oferta programática, no la estridencia mediática, marcará la diferencia entre unas opciones y otras.