El político no debe olvidar jamás, aunque sea lo único que haga, que toda justa política, de gobierno y de administración pública descansa única y totalmente en el consentimiento de los gobernados. Este fundamental recordatorio evita la irresponsabilidad, el abuso y la ineficiencia del ejercicio del poder público.
Para responder de la manera más adecuada al consentimiento de los gobernados, el político debe apostar por la bondad humana, aunque Maquiavelo opinaba lo contrario. Si el político gana, bajo este supuesto, todos invariablemente ganamos, si por aras del destino pierde, por lo menos tenemos la certeza que no era el camino adecuado, entonces nos costará la construcción de una nueva moralidad para el hombre.
La confianza en el ciudadano obliga al político a liberarse de las ataduras de las pasiones humanas. Liberarse de ellas es condición de acceso a ciertos niveles de sabiduría y hasta de bendición por parte de los gobernados.
Los políticos que logran liberarse de sus pasiones mundanas logran tender los puentes necesarios para acceder al reconocimiento, asumiendo el curso de las cosas y alcanzando una dimensión universal, tal como ha sucedido con los grandes gobernantes.
Tener el reconocimiento de los ciudadanos y de la población en general, obliga al político a reconocer que todos los seres humanos nacemos iguales en derechos, que somos seres que vivimos necesariamente en sociedad, que los derechos originales y fundamentales son inviolables, tales como el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad y los derechos del común.
De igual manera, entender que la institución del gobierno es para la mejora de la vida de todos y evitar la destrucción del hombre por la prevalencia del interés personal. El gobierno tiene por propósito fundamental la defensa y protección de los derechos básicos de la población.
Si los gobiernos no cumpliesen con lo básico, los ciudadanos tienen, en todo momento, de retirarles el consentimiento, de quitarlos y de negarles obediencia.
Los ciudadanos tienen el acceso a la luz del saber y a la evidencia de la historia, por tanto, sus opiniones no nacen del simple interés personal sino de la reflexión y conciencia colectiva. Es bien cierto que el engaño, la manipulación, la ideologización y coacción de los gobernantes sólo produce ciudadanos hipócritas, a veces mártires, no políticos y ciudadanos sinceros.
La vigilancia y monitoreo constante de los ciudadanos y la organización es posible esperar la existencia del hombre libre y ético. Para entender a los ciudadanos éticos y libres, el político no le queda más que en confiar en su sentido común, le ayuda a aumentar su percepción de las cosas, aumentar la capacidad de sus sentidos, saber escuchar es una de esas cualidades, confiar en la memoria tanto personal como la colectiva, ser versado en la intuición moral y en el proceso de la inducción.
Todo ello con la sana prudencia, que es el verdadero sustento de la política, porque siempre se requiere un acercamiento lento a la problemática de gobierno, a la necesidad de reformas, sobre todo, a una sana distancia y desconfianza a todo aquello y teoría que tenga por fundamento un juicio individual basado en el egoísmo.
La relación entre el pensamiento y la acción es una referencia básica que debe tener el político, la función del pensamiento es la producción de métodos, normas e incluso hábitos de las acciones. Las ideas y las teorías, en materia de gobierno, que no tienen implicaciones prácticas concebibles no tienen sentido.
El político debe comprender siempre que no existen verdades absolutas fuera de la percepción humana: no hay hechos, sólo interpretaciones. La teoría de la acción del filósofo americano William James viene al caso para este escrito: “Siembra una acción y recogerás un hábito; siembra un hábito y recogerás un carácter; siembra un carácter y recogerás un destino”.