Monseñor Arturo Lona Reyes, habría cumplido el 1 de noviembre, 95 años de edad. Un día antes, frente al misterio del dolor y la muerte, como describió el Arzobispo de Antequera, Pedro Vásquez, Jesucristo lo llevó a su seno para seguir iluminando a su feligresía que sabrá recorrer, en su ausencia física, el camino trazado por su pastor.
Su familia de fe que acompañaba al Tata, en Lagunas Oaxaca, donde estuvo hospitalizado, presentía el fatal desenlace. En sus mejores tiempos, no le importaba montarse en un animal de carga, un auto o recorrer a pie localidades de los 25 mil kilómetros cuadrados que comprende la diócesis, con cabecera en Santo Domingo Tehuantepec, para recoger los problemas y anhelos de los fieles.
Al cumplir su ciclo vital, les dejó esta enorme tarea a los sacerdotes, religiosas, laicos, y quienes seguían su línea de acción y pensamiento a favor de los pobres. Promotor de la pastoral indígena, desde muy joven, apenas el 15 de agosto, se había despedido prácticamente de la feligresía en una celebración virtual. Estuvo muy contento, entonces. “Se fue de este mundo, siendo istmeño, aquí quedó su semilla y corresponde a quienes se quedaron continuar su obra”, me dice el padre Eleazar López Hernández, oficiante en Juchitán, conocedor de su trayectoria.
Desde su posición catedralicia, el padre Obispo gestionaba beneficios a favor de campesinos, indígenas de las ocho culturas de la diócesis.
Ordenado sacerdote en 1952 y consagrado obispo de Tehuantepec en 1971 por Paulo VI, después de haber servido en Huejutla, Hidalgo, donde conocería al arzobispo de Antequera, Oaxaca, Bartolomé Carrasco, Arturo Lona se identificó pronto con su gente, aprendió su lenguaje y conoció sus necesidades, no solo de palabra sino de acción. Ya en el Istmo, estuvo presto a defender los derechos de esta sociedad que adoptó como suya. Fundó el Centro Tepeyac. Les enseñó a denunciar las injusticias y defender su dignidad, sin dejar de promover la paz, la conciliación y la palabra del evangelio.
En Huejutla, reconocía, aprendió lo mal hablado, no en Aguascalientes, su estado natal (1925), donde “la gente estornuda jaculatorias y agua bendita”. Sus maestros y amigos, entre muchos otros: Samuel Ruiz, Sergio Méndez Arceo y el jesuita, José Llaguno. Todos ellos seguidores de la opción preferencial por los pobres.
En sus últimos años, ayudó a los padres de San Isidro Labrador, en la colonia Cuauhtémoc cuando vivía en San Francisco La Paz. Cosechó grandes amigos, fieles a la doctrina. Formó catequistas e impulsó la educación, la creación de opciones económicas. Como afectaba intereses, fue objeto de once atentados contra su integridad. Lo señalaban como el “obispo rojo”, marxista, comunista, subversivo, reduccionista del evangelio…
También fue hostigado por eclesiásticos, como Justo Mullor y Leonardo Sandri que lo acusaron ante el Vaticano. En 1986, a instancias del Nuncio, Girolamo Prigione, le aplicaron una visita pastoral para constatar si en la diócesis había desviaciones ideológicas y doctrinarias.
Lona Reyes mantuvo amistad con los gobernadores Heladio Ramírez y Diódoro Carrasco. Este último le puso guardaespaldas, luego que la camioneta donde viajaba recibió 11 proyectiles.
En el año 2000, cuando cumplió 75 años de edad y 29 de servicio en Tehuantepec, presentó la renuncia al cargo, como lo marcan los cánones eclesiásticos. Pero ya hacía algunos años tenía a un obispo coadjutor, Felipe Padilla, presto a relevarlo. Los ricos querían desterrarlo, pero nunca lo lograron. Como Obispo emérito se mantuvo firme durante dos décadas, hasta este 31 de octubre.
Lo saludé por última vez, en el Centro de las Artes de San Agustín, Etla, auxiliado por Isabel De Gyves. Ya no tenía el ímpetu de aquél diciembre de 1983, cuando en compañía de Ignacio Ramírez, nos concedió una entrevista para la revista Proceso.
Lo recuerdo con huaraches, camiseta blanca, vaqueros azules y en su pecho la cruz de madera del huerto de Getsemaní. Eran los días del conflicto por la desaparición de poderes en Juchitán de Zaragoza, donde el “Rojo” Altamirano lo amenazaba de muerte.
El Istmo era sinónimo de represión, con pintas en su contra en las bardas. Emprendía, esa vez, un viaje a Roma. Nos mostró un comunicado del obispado y los agentes de pastoral en el que afirmaban que “como pastores del pueblo de Dios nos toca estar atentos a los acontecimientos de este pueblo y ser voz de los que no tienen voz”.
Hoy que regresan sus cenizas para quedarse definitivamente en Tehuantepec, tierra donde quedó su madre, María Dolores Reyes Jasso, quienes lo admiramos no podemos contener un sentimiento de tristeza y solidaridad con quienes amaron y respetaron al obispo liberador: la voz de los que no tenían voz.
@ernestoreyes14